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EL DIOS DE LA CÁRCEL

EL DIOS DE LA CÁRCEL

 

Lorenzo Tous.

Capellán en la prisión de Palma de Mallorca.

 http://www.exodo.org/

 

 

 

Cárceles

 

Esta palabra evoca un complejo mundo al que van a parar los excluidos de la sociedad. Si algún día consiguen la libertad, saldrán de la cárcel con una marca que les estigmatizará y producirá en ellos nuevos motivos de exclusión social. Ojalá sus heridas en el alma se cicatricen con el paso del tiempo.

 

Este submundo contiene en su interior diferentes sectores, todos ellos bien provistos de dolor y de soledad. Al recorrerlos acompañando a sus habitantes, se descubre la lentitud y la deshumanización de la justicia, el rechazo visceral de la sociedad a todos los que no siguen las normas de lo establecido, la complicación de la burocracia administrativa, el calvario de las familias de los internos, sus fracturas sentimentales, sus fracasos laborales o empresariales, etc.

 

Sobre todos estos sectores en los que se van acumulando victimas y muertes, flota una atmósfera venenosa. Este aire corrompido que infecta gran parte del mundo de la prisión es una mentira radical y sólidamente asentada: la judicialización de los drogadictos presos. Este es un hecho de temibles consecuencias. La sociedad no ha conseguido encontrar otra respuesta a los delitos, que en su inmensa mayoría están cometidos por jóvenes en su necesidad de conseguir la próxima dosis.

 

Todos los funcionarios de prisiones son testigos de la inutilidad de la institución frente al fenómeno de la droga. Saben con qué libertad circula en el interior de las prisiones españolas. Los profesionales de la justicia experimentan la ineficacia de sus sentencias y esfuerzos para conseguir la rehabilitación del drogadicto, que son la gran mayoría de los presos. El Gobierno conoce los grandes presupuestos que se invierten en los Centros Penitenciarios. Ante el absurdo, la ineficacia y las contradicciones en que incurre el actual sistema de tratamiento del delito, la sociedad responde desde el morbo y la visceralidad que sólo tendrían excusa si su ignorancia ya no fuese culpable. Los legisladores y políticos, junto con los que deciden la historia desde cúpulas de poder, siguen dando las respuestas que esta sociedad egoísta e insolidaria les pide.

 

Al entrar en la cárcel el preso se despersonaliza. Comienza un proceso de degradación motivado por el ambiente, la compañía de otros delincuentes, algunos veteranos y peligrosos; conoce con el tiempo las mafias que regulan aquella gente; siente la lejanía de sus seres queridos, si los tiene; sufre el desarraigo, la incomunicación, la falta de valores personalizadores y el hacinamiento. Sumado todo con la condena, a veces de muchos años y con la ociosidad, acaba con la persona más resistente a la erosión del mal.

 

A todas estas descripciones y palabras más o menos abstractas, podemos ponerles nombres, muchos nombres, cuantos entramos habitualmente en las prisiones. No se puede negar que hay excepciones y que la cárcel ha salvado la vida de no pocos, al darles comida, un techo y cierta atención sanitaria. Incluso alguno ha tocado fondo en la cárcel y allí dentro ha comenzado a ser otra persona. Pero son excepciones; es más normal el proceso descrito anteriormente. El que lo dude, que pregunte a cualquiera que haya pasado un tiempo en la cárcel.

 

Otro sector muy importante del submundo de la cárcel es la calle, o mejor dicho, ciertas calles y barrios a donde van a parar los que salen marcados por la cárcel. Son los rincones de todas la ciudades en los que se acumulan los más marginados de la sociedad. Alternando allí con ellos, se encuentra uno con casi todos los que estuvieron dentro, pero en peores condiciones. Al salir, atraídos por la droga y sus mafias, por la degradación urbanística de ciertos barrios, forman un conjunto de hombres y mujeres que intentan sobrevivir en sus pozos de miseria, tinieblas y soledad. Es una ampliación del mundo de la cárcel con unas demandas concretas, que la sociedad ni siquiera conoce. Necesitan atención sanitaria, un mínimo de hogar donde lavarse, lavar su ropa, dormir y comer. A veces hay voluntarios que intentan dar respuestas entre

muchas dificultades. Alguna vez la Administración Pública apoya estas iniciativas. Otras veces hasta las combate, pues, en definitiva, son un signo del fracaso social de la Administración ante los nuevos retos.

 

La palabra cárcel equivale a una larga suma de actitudes y vivencias que podríamos describir así: aburrimiento, pasotismo, humillación, odio, debilidad, impotencia, soledad, rabia, mentira, evasión, desesperación, droga, depresión, lágrimas, rezos, mafias, trapicheos, ajustes de cuentas, intentos de suicidio, muertes.

 

 

Primeras preguntas

 

Cuando se ha digerido el primer impacto que producen los primeros contactos con el mundo de los presos, si se sigue en el acompañamiento, van viniendo toda una serie de preguntas, a las que el creyente intentará responder desde su fe.

 

«La Palabra se hizo hombre [...] estuve en la cárcel [...]», Jn l, 14 y Mt 25,36. No es fácil aceptar la presencia de Dios en el mundo de las prisiones. Parece que no pueda convivir con tanta pobreza humana, sometida a tanta esclavitud y desorden. Todo lo que la cárcel contiene de dolor resulta fácil interpretarlo como un clamor más o menos consciente para atraer la misericordia de Dios. «He visto la opresión de mi pueblo... he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos y he bajado a librarlos», Ex 3,7-8. Dios interpreta la opresión como una plegaria dirigida a Él, aunque el oprimido no la formula conscientemente.

 

Cuesta ver la presencia de Dios dentro del desorden, el absurdo y el fracaso, que podríamos decir institucionalizados. La cárcel, además de ser fábrica de dolor, es un sistema

absurdo por ineficaz, en el que el desorden está a la orden del día ya sea por la mayoría de personas que habitan en sus celdas, ya sea también por la manera como muchas veces está reglamentada la justicia. Da lo mismo decir que la justicia cae en la reglamentación del desorden, como decir que de hecho la burocracia de la justicia incurre en muchas faltas de orden quebrantando derechos humanos.

 

Estos absurdos no sólo son detalles del proceso en el que el delincuente se ve metido al caer en manos de la justicia, como pueden ser actuaciones en la calle, en las Comisarías, en los calabozos, en los traslados, en la defensa en los informes, en la burocracia, etc.; son sobre todo absurdos estructurales, a veces tan mínimos e incomprensibles, como por ejemplo, que los ordenadores de los diferentes juzgados de una misma ciudad no estén conectados y en consecuencia un preso tenga que cumplir más condena por no haber pasado una determinada información. Hasta que se aclare el tema podrán pasar meses inútiles de cárcel.

 

Con todo, los interrogantes son mucho más profundos. ¿Cómo se pretende educar o reeducar para la libertad, cuando apenas se han tenido permisos antes de salir a la calle, a veces después de más de diez años de cárcel? ¿Cómo pretenden rehabilitar de la dependencia de la droga, cuando dentro de la cárcel se la tiene en abundancia? ¿Por qué no facilitan al menos los medios para que se la inyecten de modo que no se contagien? ¿Cómo se puede reinsertar en la sociedad sin plantearse el tema del trabajo, a no ser que el interesado se lo busque por si mismo? ¿Qué hacer con los que ya delinquieron, sencillamente para dar de comer a sus hijos, si al salir están en una situación familiar y laboral peor que antes de entrar? Parece que la justicia sólo pretende compensar el delito y los daños a la víctima la persona del delincuente, con todo el trauma y las consecuencias con que queda marcado, no le importan.

 

 

Otra presencia

 

El Dios de la cárcel es el Dios de «los malos», que es el Padre de Jesús. Jesús fundó el Reino de Dios siendo testigo y profeta del amor de Dios a los excluidos de la sociedad y estando con ellos. «Los letrados y fariseos, al ver que comía con descreídos y recaudadores, decían a sus discípulos:

 

«¿Por qué come con recaudadores y descreídos?» Jesús lo oyó y les dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a invitar a los justos, sino a los pecadores», Mc 2,16-17.

 

Cuando «los malos» son los que se arrepienten y hacen penitencia, tanto Dios como la sociedad tiene que aceptarlos. Pero la novedad de Jesús está en que no predicaba la conversión como primer mensaje del Reino, sino el amor de Dios preferentemente a los excluidos de la sociedad y del templo.

 

Este aspecto es fundamental. Jesús seguía a su lado, aunque no cambiasen de conducta y su presencia era signo del amor fiel y entrañable del Padre. Así se entiende mejor la oposición del templo al mensaje de Jesús, ya que presentaba otro Dios.

 

Esta conducta de Jesús es muy importante a la hora de programar nuestra presencia entre los marginados. Ha de ser un acompañamiento desde el amor, no para hacerles cambiar. Si tienen que hacerlo (si es que puedan), sólo lo decidirán después de sentirse queridos y ver una alternativa de vida posible que les convenza y les motive.

 

Quien se acerque a los marginados desde el orden y la norma, pretendiendo reconducirlos a ella, fracasará. Desde el Dios Creador del orden y garante del mismo, no se puede entender la vida de estas personas. Hay que partir del Dios Salvador, el que desde su amor entrañable derramó su gracia sobre el pecado de la humanidad con mucha más abundancia de la necesaria y por encima de toda ley o equilibrio.

 

Jesús no predicó el mensaje del Reino desde el Dios Creador, garante del orden, sino que vino a salvar lo que estaba perdido. Se acercó a los leprosos y les tocaba con sus manos sin contraer impureza, porque no creía en un Dios capaz de maldecir a sus hijos con la enfermedad, como castigo del pecado. Le bastaba muy poco para llevarse consigo al Paraíso a un ladrón. Se consideró amigo de Judas, aun después de la traición, y se portó como tal. Hablaba de un

rey que no consentía quedarse solo en la fiesta y no paró hasta tener la sala llena de comensales «malos y buenos», Mt 22, 10.

 

Esta mentalidad ponía en peligro todo el sistema religioso defendido por el templo y sus teólogos. Sobre todo les ponía a ellos ante el reto de tenerse que convertir, perdiendo poder y dinero. Por eso le mataron y pretendieron hacerlo a conciencia, en nombre de la verdadera fe en Dios.

 

El Dios de la salvación no pretende ajustarse al orden, ni siquiera al establecido por Él mismo, sino salvar a la persona y a la humanidad. Su misericordia es creativa e ingeniosa, paciente y entrañable. Toda la historia de Dios con Israel está llena de detalles que revelan este aspecto de Dios.

 

 

EI Dios de la cárcel

 

En esta fábrica de dolor tiene lugar en cierta manera el misterio de la encarnación: Dios se hace preso en la carne y la vida de estos hombres y mujeres, personas marcadas y tiradas al desguace por sus mismas historias personales y por el rechazo de la sociedad. No se trata del Niño en la cueva, sino de muchos jóvenes en los mejores años de su vida y de otros muchos adultos. Coinciden la soledad de María y José en Belén con la intemperie, la insolidaridad y el rechazo que rodea la vida del preso. «Estuve preso», Mt 25,36. Como el arca de Noé flotando en medio del diluvio universal salvaba la vida, así también esta presencia de Dios en la cárcel es semilla de vida en medio del fracaso humano, el desorden y todos los excesos del mal.

 

El que mantenga su salud espiritual y reaccione ante la pobreza del ser humano, entenderá el misterio de esta presencia salvadora de Dios en las cárceles. Tratando de cerca con los presos y llegando al fondo de sus vidas, muchas veces es más fácil creer en la presencia salvadora de Dios en ellos que en los mismos signos sacramentales de pan y vino. Se trata de una presencia más inmediata, más elocuente, más interpelante y menos sobornable. Soñando un poco podríamos pensar cómo sería el mundo y la Iglesia si se hubiesen gastado los mismos esfuerzos y recursos económicos en la marginación como los invertidos en el culto, defensa y ornamentación de la eucaristía.

 

Este Dios encarnado en la vida del preso o en la persona del marginado es la base del principio misericordia. Desde él se organiza la vida del cristiano acompañante del marginado y también la de la comunidad cristiana. La misericordia no es un acto circunstancial, sino la actitud fundamental del creyente a la hora de celebrar su fe, de orientar su compromiso o de formular sus vivencias. El amor es esencial en Dios y este amor, tal como Jesús nos lo ha dado a conocer, es amor preferente a los pobres. Éstos son algo esencial a la hora de entender al Dios Trinidad según el Nuevo Testamento.

 

La misericordia actúa con sentimientos de humanidad, de empatía y de compasión por el desvalido. Si es sincera nunca humilla al pobre que la recibe, porque sale de un corazón que late al unísono en plan de igualdad auténtica, fraternalmente. Estos sentimientos llevan a las obras, a gestiones y esfuerzos, a la denuncia si hace al caso, a la colaboración con otros. La misericordia busca las causas de la pobreza y las ataca, aunque el resultado sea para largo plazo.

 

Nunca una ayuda es pequeña, sobre todo si se hace desde la impotencia. Nunca se sabe lo que puede provocar al combinarse con otras circunstancias. El Evangelio del Reino de Dios es como un grano de mostaza.

 

Desde esta presencia de Dios en la cárcel conviene afrontar el tema del fracaso. Si la palabra resulta demasiado fuerte, cambiémosla por otra, el misterio. De todos modos creo que el fracaso es una palabra inseparable del Dios de la cárcel.

 

El fracaso es inherente a la cárcel, porque muchos de sus internos tienen una historia de fracasos. Muchos de ellos acaban victimas de la droga o el SIDA en plena juventud. Otros saldrán estigmatizados para siempre. Los que consigan rehacer sus vidas y su familia, tendrán que pagar un alto precio.

 

Los presos y los marginados profundos son conscientes de esta terrible tenaza que amordaza sus vidas. Agradecen los parches que podamos poner a su situación; saben que poco más podemos hacer muchas veces. A veces un parche permite seguir con vida o afrontar otro día.

 

El fracaso no sólo procede de sus mismas vidas o de la misma cárcel, sino del mismo sistema con que se pretende curar la marginación desde una sociedad o unas instituciones que sólo la conocen desde fuera, sin atacar de verdad sus causas, porque hay otros intereses que lo impiden.

 

Ante el fracaso es la fidelidad la actitud que podemos aprender del mismo Dios. Él no retira su presencia salvadora. Testigos de esta fidelidad fueron el grupo de fieles al pie de la cruz de Jesús, junto con José de Arimatea y Nicodemo, que le enterraron después. Éstos prepararon la Resurrección, obra del Espíritu del Padre.

 

Esta fidelidad se cumple de una manera muy concreta y muy fácil: estando con ellos. A pesar de

todo, tozudamente, si hace falta. Estar es la palabra más importante por el simple hecho de seguir estando, vamos aprendiendo lo que en cada caso se puede hacer, aunque sea rodeados de impotencia.

 

Estando a su lado, a fondo y tiempo perdido, es como se va conociendo a estas personas y preparamos la comunicación y la amistad. El preso tiene una gran necesidad de sentirse escuchado; hay que saber interpretar sus demandas profundas, que no siempre coinciden con sus palabras, ni se entienden de momento.

 

Escuchando y comprendiendo es como se corrigen los errores cometidos anteriormente. A su lado se aprende lo que hay que decirles desde lo humano y desde la fe, puesto que aquí evangelizar es humanizar y liberar. Por poca sensibilidad que uno tenga, los presos se hacen querer y la amistad con ellos resulta fácil. Entonces estar con ellos interesarse por su familia y seguirla, asistir a sus juicios, visitarles en la enfermería gestionarles cosas, no es un trabajo sino una relación normal y agradable entre amigos. Este contacto prolongado con los presos da un conocimiento profundo del ser humano, de la sociedad, y ayuda a acercarse a Dios. Es sabiduría de la vida y alegría de ir haciendo el bien, aunque sea con limitaciones.

 

La denuncia suele ser una asignatura pendiente, nada fácil. Es consecuencia de la misericordia. Aparte de las incidencias, a veces graves, con que se llena el día a día en las cárceles, que se pueden solucionar relativamente cuando hay buena voluntad de por medio, hay temas más profundos a denunciar. Hay que denunciar o proclamar en voz alta la inutilidad de nuestro sistema carcelario, o sea, de la cárcel en sí. Desde los sistemas represivos no se conseguirá erradicar la delincuencia ni mucho menos rehabilitar a las personas. Es verdad que, salvo pequeñas alternativas, no hemos conseguido encontrar otro sistema para compensar a las victimas de los delitos. La sociedad camina hacia el egoísmo y la insolidaridad. No quiere enterarse de la verdad del problema y huye del tema planteado en profundidad. Sólo van abriendo los ojos los que tienen un familiar o un conocido en la cárcel. Los demás en una gran mayoría prefieren el discurso de lo visceral o del morbo. Pues aunque no tengamos otra alternativa, hay que denunciar la inutilidad, el absurdo y el costo del actual sistema. Ya es un paso para insistir en otros valores a la hora de formular nuevas leyes.

 

La Reforma del Código Penal fue una gran ocasión perdida. No podemos seguir creyendo en una Constituci6n cuando propone que la cárcel es para rehabilitar al preso, porque es una gran mentira nacional.

 

Mirando los presupuestos puede verse la diferencia entre lo invertido en seguridad y lo que se invierte en rehabilitación. En el fondo es la respuesta a lo que pide nuestra sociedad.

 

La cárcel para un creyente es también un punto de mística. Desde ella se vislumbra el misterio de Dios y del hombre. Sólo el silencio, la oración y el amor son respuesta adecuada a las profundas vivencias que allí se comparten. Sólo que este silencio no frene la lucha por la verdad y la justicia, imitando a Job ante el misterio de su vida y de Dios. También Jacob luchó con un personaje misterioso en la noche; el misterio se vive sufriéndolo con valentía Lo que si es cierto es que asomarse a la cárcel y poder después seguir al lado de los presos durante años es una gracia de Dios y una riqueza humana.

 

 

 

 

 

LA CÁRCEL: VIOLENCIA Y DERECHOS.

José Ramón López de la Osa

 


 

 

 

El ignorado mundo de los presos comunes llega a nosotros, cada poco, a través de lo publicado en los periódicos. Como todas las informaciones de actualidad, su impacto en la opinión pública no tiene mayor relevancia que el tiempo que transcurre hasta que otro acontecimiento periodístico viene a ocupar su lugar en el espacio diario de las noticias de alcance nacional. Suelen ser hechos relacionados, de forma especial, con problemas que afectan a sus derechos, calidad de vida, salud y, con más frecuencia, al trato recibido, así como a las formas de violencia que se viven al interior de los recintos carcelarios. Son temas que, en ocasiones, suelen tener un gran interés político (especialmente en los casos de presos que cumplen condena por este motivo), pero, en general (el caso de los presos comunes), no son informaciones seguidas con la misma sensibilidad social con que lo son otras noticias por las que la ciudadanía y la clase política muestran mayor interés.

 

Los muros de las cárceles son demasiado «altos» (1) altura, que la poca atención social aumenta, encubre y dificulta la transparencia informativa que todo régimen democrático ha de tener. Como ocurre con todas las tareas del Estado, ésta también la ponemos en manos de la burocracia necesaria en toda organización social, pero con una ignorancia más responsable por nuestra parte de lo que se merece una actividad en la que los derechos humanos de las personas son vulnerados con una frecuencia mayor de lo que nuestra fiabilidad en las instituciones sociales nos pueda hacer suponer.

 

En un reciente trabajo llevado a cabo por Pedro Cabrera y Julián Ríos Martín, queda patente esta dificultad informativa (2) A los tres días de iniciada su investigación en las cárceles españolas, la correspondencia enviada a los presos con este fin fue intervenida por una Orden remitida a todos los centros dependientes de Instituciones Penitenciarias (17 de febrero de 1997), y aquellos destinatarios del trabajo que hasta ese momento habían respondido, estaban viendo afectada su situación en aspectos como «la pérdida de destinos, la valoración negativa de cara a permisos y progresiones de grado, aislamiento y algún que otro traslado de cárcel (3). Tras la apelación judicial correspondiente, los Juzgados de Vigilancia Penitenciaria de Soria, Burgos, Sevilla, el n.º 2 de Andalucía, Ceuta, Castilla y León, La Coruña, Ciudad Real, núms. 2 y 3 de Madrid, Oviedo, Logroño, Audiencia Provincial de Madrid (sección 5.ª) y el Defensor del Pueblo, estimando la queja presentada por el ministerio fiscal, la declaraban nula y dejaban la orden de Instituciones Penitenciarias sin efecto (4).

 

La gran mayoría de las personas rechazamos, de forma inmediata, las relaciones de violencia, y aun cuando sabemos de su existencia en todos los órdenes de la vida, sólo cuando la vemos encarnada en las secuelas y los padecimientos reales que ésta deja en situaciones y personas próximas, somos capaces de contextualizarla y sentir el rechazo visceral que merece. En cambio y, como ocurre con mayor frecuencia, nuestra reacción es más abstracta e impersonal y, por ello, la vemos fuera del contexto real en que se vive. La violencia, como noticia de prensa, es un hecho cotidiano al que nos hemos ido acostumbrando poco a poco. No quiero con ello afirmar la existencia de una total insensibilidad ante la misma, sino que la inutilidad y la sin razón de la violencia se experimentan cuando ésta es sentida en los acontecimientos y que, habitualmente, la realidad de la vida en prisión la percibimos de forma descontextualizada, distorsionada y como un hecho extraño a la mayoría de los ciudadanos. Por ello no somos capaces de captar el nivel de desestructuración que puede alcanzar. Una cosa es la violencia abstracta y otra muy diferente la violencia vista en la realidad.

 

Algunos de los hechos violentos ocurridos en nuestro país han tenido la repercusión suficiente y la información exhaustiva necesaria como para hacernos sentir el rechazo y la frustración que pusieron en marcha una reacción popular que sólo las actuaciones políticas posteriores fueron sumiendo en la ambigüedad y que, con ello, consiguieron suavizar. No es necesario mencionarlos ya que están en la mente de todos. La violencia en una sociedad ha de ser ordenada y encauzada para que sus excesos adquieran limite y control a través de la norma suprema que todos nos hemos dado: la Constitución.

 

La violencia sólo puede ser ejercida por el Estado, pero, en un Estado de Derecho, las instituciones están para garantizar la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos; por ello la misión de las instituciones penitenciarias es crear un espacio para el cumplimiento de las sanciones, pero con el respeto a la integridad física, psíquica y a los derechos humanos de las personas. Su función es reeducar y reintegrar a la vida social a quienes por sanción judicial están sometidos a regímenes de privación de libertad.

 

 

La cárcel: un espacio de violencia en el que todos quedan «tocados»

 

En el interior de todos aparece el impulso de la violencia. Es una característica instintiva que existe en nosotros y que cuando no la conseguimos transformar hace que surja lo menos humano que hay en nuestro interior. Convertir esos impulsos en fuerzas creativas es parte del proceso de humanización que nos va distinguiendo por lo más sublime que somos capaces de ofrecer y que nos distancia de lo instintivo-natural. Visto así el sentimiento de humanidad crea el espacio para el entendimiento y el juicio de razón práctica, y eso requiere un mínimo de integridad física psíquica y social. «Nos hacemos humanos unos a otros y nadie puede darse la humanidad a si mismo en la soledad o... el aislamiento» (5). Lo que nos humaniza es la comunicación y el entendimiento, y lo que hace de nosotros seres sociables es el respeto por la persona y el bienestar de los demás, como principio ético de convivencia. Y eso, de forma especial, también es aplicable a los espacios en los que se cumplen periodos de privación de libertad por razones de sanción judicial, pues de lo contrario nunca será posible el fin reeducador de los mismos. Nuestra confianza en el sistema jurídico tiene en este principio una pieza fundamental de su estructura.

 

La cárcel no deja de ser una muestra del nivel de fracaso social que se vive en un grupo humano. Tanto de las formas comunicativas en las que reside la capacidad para humanizar como del modelo de sociedad que se ha establecido y donde se materializan los medios de atención personal necesarios de que se dispone. Los desniveles económicos, educativos, familiares, laborales, etc., expresan puntos de partida muy distintos para cada persona, y reducir sus diferencias creando un mayor equilibrio en las oportunidades, es una de las tareas básicas de la comunidad política. La del ser humano consiste en descubrir a los demás como sujetos con los que poder comunicarse y, en este reconocimiento, renunciar a la utilización y el dominio de las personas. Esta es una labor esencialmente política.

 

Cuando un régimen es cerrado y basado en el aislamiento, las relaciones entre los diferentes niveles que existen en el mismo se tornan rígidas y se caracterizan por la

jerarquización, el miedo en la relación y, en último término, por el uso del poder y la amenaza. Funcionarios y presos se desenvuelven en un clima de violencia cuyo resultado es la afectación en el nivel de la sensibilidad misma. En unos con consecuencias desestructuradoras, en los otros con pérdida del sentido de lo humano (otra forma de desestructuración, aunque con consecuencias muy diferentes). En ambos, con una permanente vivencia basada en el temor y la desconfianza en el contrario.

 

Un resultado de los datos estudiados en la muestra del trabajo citado muestra que, en la medida que las situaciones se vuelven más abiertas, la sensación de respeto se experimenta mayor (6). De los presos encuestados, el 66% no se siente tratado con respeto por parte de los funcionarios, lo que sí ocurre con un 30% (7). Una relación insuficiente con el equipo de tratamiento, poco vocacionados para esa actividad y con escaso personal dedicado a una tarea que requiere tiempo y seguimiento personalizado, es vista por los presos con confusión, inseguridad, falta de profesionalidad, poca competencia, mínimo rigor y escaso sentido ético del trabajo. Lo que desemboca en una relación en la que ninguno se reconoce en la imagen que el otro tiene de ellos (8). En definitiva, violenta, en la que todo lo que el otro representa es inasimilable. Se agudiza lo que separa a unos de otros en el deseo de no encontrar ningún elemento común. Y las formas de represión y castigo reafirman la identidad con el propio grupo y la inexistencia de elementos de reconocimiento en la vida y la realidad de los presos. Esto genera altos niveles de desequilibrio psíquico, tanto en internos como en funcionarios.

 

Algunas referencias nos pueden ayudar a comprender la situación. El número de suicidios varía en función de las condiciones de cada prisión. En las más nuevas disminuye el número de casos frente a las más antiguas, cuya cifra aumenta considerablemente. De las respuestas analizadas se hace referencia a casos conocidos de suicidio en la siguiente proporción: en la cárcel de Topas, de nueva construcción, las informaciones que se hacen sobre casos conocidos de este hecho alcanzan el 11 % de las respuestas, el 19% en la de Brians (Barcelona), el 16% en las de Soto del Real (Madrid) y Quatre Camins (Barcelona) y el 74% en la de Villabona (Asturias) (9). Asimismo, son numerosas las referencias a faltas de atención a internos por parte del equipo médico y funcionarios, con resultado de muerte (10), igualmente, los casos de muerte en presos sometidos a regímenes de aislamiento (11), y las muertes violentas debidas a ajustes de cuentas entre internos (12), Es de destacar que son estas últimas las que de forma habitual son conocidas a través de los medios de comunicación. Es decir, la transparencia informativa sólo afecta a aquellas situaciones violentas cuyo origen está en la conducta irregular de los internos, silenciándose las producidas por la desestructuración que el sistema genera y las imputables a las negligencias de los funcionarios responsables o equipos técnicos. Con ello se da una imagen de reforzamiento de la unidad del sistema penitenciario, donde la culpabilidad de los males del grupo social se proyecta sólo sobre una parte de los afectados, con lo que la forma actual que reviste la reclusión queda justificada. Quiero decir con ello que el interno, como tal, no representa alteridad alguna, es parte de una institución política que atiende intereses ajenos a los suyos.

 

 

Los derechos humanos y el mundo de la cárcel

 

Los derechos humanos constituyen hoy un código internacionalmente asumido pero menos respetado de lo que su pretendida universalización pueda hacernos pensar. Su comprensión no implica su implantación, y si de la vulneración constante de alguna normativa ética tenemos noticia es de la contenida en la formulación de los derechos humanos. Negarles, en la práctica, validez en un Estado democrático de derecho es anteponer a su consideración la razón de Estado, la política partidista o ignorar que la teoría de la justicia ha de iluminar la teoría del derecho. Llenar de contenido lo expresado por esta formulación jurídico-moral pasa por integrar la filosofía jurídica con la positivación de los derechos humanos y hacer de esta norma algo exigible. Ningún derecho fundamental tendrá sentido mientras no haya sido integrado en el derecho positivo y sancionado por la ley. Introducir esta característica de positivación en la noción de derechos humanos nos permite superar el dualismo que se establece entre la formulación formal y la práctica legal y política,

 

El ideal de toda sociedad moderna es posibilitar un alto grado de desarrollo moral. Para ello, es necesario instituir el sentimiento de humanidad en lo jurídico y en lo político. Este deseo siempre se vera dificultado, no sólo por las estructuras estatales, sino por los intereses de los propios individuos cuyos objetivos no coinciden con esta pretensión contenida en la universalización de los derechos fundamentales. Reeducar en orden a la participación y la responsabilidad con lo que ocurre en el grupo de pertenencia de cada uno, es una función del desarrollo de la libertad social, política y jurídica que «tiene como ámbito de acción la sociedad civil, el poder y el Derecho, y es la síntesis de los derechos humanos [...] Es la forma [...] de realizar en sociedad la mediación entre la libertad de elección y la libertad moral» " (13)

 

La dignidad humana no es un valor dado en la proclamación de los derechos fundamentales, sino una realidad histórica que hay que actualizar en el desarrollo de las libertades sociales, políticas y jurídicas En la medida que se vayan dando pasos en esta dirección, se irán haciendo realidad mayores cotas de libertad moral y, sólo entonces, estaremos fundamentando el sentido de los derechos humanos y la autonomía moral de la persona.

 

El Estado vende seguridad y todos, de una forma u otra, exigimos esta garantía para nuestra convivencia. Pero el concepto de seguridad no es algo individual sino personal. Ha de envolver unas relaciones sociales en las que la seguridad no se refleje sólo en la protección frente a la agresión posible del otro, sino en la creación de un modelo de convivencia que garantice a todos las formas de vida humana digna. Es decir, ha de posibilitar la preocupación por una relación ética con los demás en las que se renuncie a la violencia. Ésta, en su misma raíz, niega la posibilidad de considerar la palabra de los otros, antes de que la hayan pronunciado siquiera.

 

Todo lo que hace posible el reconocimiento propio y la preocupación por la situación de vida de la colectividad, es una negación de la violencia y una apuesta por la moral.

 

La existencia de cárceles que no afrontan como objetivo primario la reeducación de los presos, con carencias esenciales en el tratamiento individualizado de los internos, donde la actividad laboral es un privilegio y las clasificaciones de grado, en un 51 % de los casos, exceden los plazos establecidos por la ley (14), son incompatibles con un sistema democrático v de garantía de derechos. Si a ello aña...

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