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José A

José A. Zamora

 

La cultura como industria de consumo.

Su crítica en la Escuela de Fráncfort

 

                         Barcelona: Cristianisme i Justícia ("Cuadernos 'Insitut de Teologia

                         Fonamental'"; 38), pp. 32.

 

 

 

               La lucha contra la cultura de masas no puede consistir en otra cosa que en

               mostrar la conexión entre ella y la perpetuación de la injusticia social. [...]

               No criticamos la cultura de masas porque dé demasiado a los seres humanos

               o haga demasiada segura su vida --...--, sino porque ayuda a que reciban

               demasiado poco y malo, a que sectores completos dentro y fuera vivan en la

               miseria extrema, a que los seres humanos se resignen ante la injusticia, ....

 

 

                                                                                M. Horkheimer

 

 

 

 

 

 

I. CRISIS Y CRÍTICA: LA TEORÍA CRÍTICA EN SU CONTEXTO

 

El concepto de "industria de la cultura"(1) es una creación de Th.W. Adorno y forma parte del título de un capítulo de

Dialéctica de la Ilustración, obra publicada juntamente con M. Horkheimer en 1947, pero acabada en 1944 en el exilio

californiano durante la II Guerra Mundial bajo la impresión producida por el genocidio judío. Para muchos dicha obra

representa la culminación de un giro teórico desde un programa inicial de materialismo interdisciplinar formulado por

M. Horkheimer para el Instituto de Investigación Social francfortiano a comienzos de los años treinta hacia una filosofía

(negativa) de la historia reflejo de la gran catástrofe europea. Redescubierta en el contexto de la revuelta estudiantil de

finales de los sesenta y comienzos de los setenta se convertiría, pese a haber sido prácticamente ignorada hasta entonces

y pese a la reticencias de los autores a su difusión, en una de las obras más emblemáticas de la Teoría Crítica. 

 

Dicha teoría, que se inscribe críticamente en la tradición de la teoría marxista de la sociedad, intenta responder a un

hecho paradójico desde el punto de vista de esa tradición: la agudización de las contradicciones y de la crisis del sistema

capitalista, tan patente en las primeras décadas del siglo XX, no ha producido su derrumbamiento, sino que ha afectado a

las fuerzas que debían ser movilizadas por ella para la superación del capitalismo. La teoría crítica tiene que poder dar

cuenta, pues, de un doble fracaso: el del sistema capitalista para dar cumplimiento a las posibilidades ya alcanzadas de

satisfacer las necesidades de todos los seres humanos y el fracaso de las fuerzas de resistencia que podrían haber

acabado con él de modo rápido, organizado y consciente.

 

Esto exige el intento de conectar la filosofía social y las ciencias sociales empíricas, que se concreta en un proyecto de

investigación social interdisciplinar esforzado por la compenetración dialéctica entre teoría filosófica e investigación

empírica, al que se ha dado en llamar materialismo interdisciplinar. El centro de interés de ese proyecto lo constituía la

conexión entre vida económica de la sociedad, evolución psicológica de los individuos y transformaciones en los ámbitos

culturales, es decir, la interdependencia de las estructuras psíquicas, sociales y culturales. Se parte de la convicción de

que uniendo marxismo y psicoanálisis quizás sea posible explicar por qué la insatisfacción que debía abocar a la rebelión

se transforma en apoyo al orden dominante.

 

El valor de la tendencia a la monopolización en el capitalismo o de la tendencia a la organización de la economía, la

política, la cultura, etc. según más o menos el modelo de la mafia y el significado que había que atribuir a ambas como

claves explicativas del mismo constituía uno de los temas clave de las discusiones del Instituto en el exilio. Es probable

que Horkheimer y Adorno al decantarse por la teoría de F. Pollock sobre el capitalismo de Estado no fueran capaces de

captar hasta qué punto la formación de monopolios sigue estando sujeta a la ley de la acumulación y lejos de eliminar la

competitividad y el mercado, resultan ser su reverso dialéctico. Sin embargo, su impresión, a la vista del Estado

nacionalsocialista o stalinista y el New Deal norteamericano, de asistir a un proceso de consolidación de un capitalismo

autoritario postliberal les ayudó a agudizar la mirada para los cambios cualitativos de la dominación moderna.

 

En el horizonte que representa la II Guerra Mundial y el genocidio judío, bajo el oscurecimiento de todo lo humano que

esto significa, la cuestión que Horkheimer y Adorno se plantean en la Dialéctica de la Ilustración es «por qué la

humanidad, en vez de alcanzar un estado verdaderamente humano, se hunde en una nueva forma de barbarie»(2). El

resultado de su pesquisa es tan conocido como sorprendente: la barbarie que el siglo veinte nos pone ante los ojos no es

la obra de fuerzas atávicas o poderes irracionales que irrumpen inopinadamente a contrapelo del curso de la historia, sino

el resultado del mismo proceso de emancipación del que ha surgido la sociedad moderna y que ella reclama para sí.

 

La tesis fundamental del libro podría quedar expresada así: «Todo intento de destruir la coacción de la naturaleza en el

que ésta es destruida se hunde tanto más profundamente en dicha coacción. Así ha transcurrido el curso de la civilización

europea.»(3) La instrumentalización de la razón en la dominación de la naturaleza, desde el mito a la ciencia moderna,

supone no sólo una fosilización falsa e injusta del ámbito objetual exterior al sujeto de cara a su sometimiento, sino

también una atrofia del propio sujeto, pues todo dominio de la naturaleza externa resulta imposible sin un dominio de la

naturaleza interna, es decir, sin un autodominio empobrecedor y mutilador del sujeto. Así es como el yo propio y el de los

otros se convierte en objeto de dominio. Existe pues una correlación entre la dominación sobre la naturaleza y la

dominación en el ámbito social. De este modo es como un instinto desbocado de autoconservación termina poniendo en

peligro la vida tanto de la naturaleza como de los sujetos que la dominan.

 

La estructura fundamental de la crisis capitalista, es decir, que los logros técnicos de la sociedad moderna se encuentren

sometidos a constelaciones de poder que les impiden servir a toda la humanidad, tiene su prefiguración en la marcha

universal de la misma Ilustración. Ver en lo más antiguo prefiguraciones de lo más moderno y en lo más moderno por el

contrario el retorno de lo más antiguo, y así dejar que ambos se iluminen mutuamente, éste es el único camino por el que

Horkheimer y Adorno esperan todavía comprender la 'nueva barbarie' en toda su dimensión. Sólo así puede ser

comprendido el horror del fascismo, en el que no sólo se descarga el capitalismo, sino toda la violencia mítica de la

prehistoria, que él absorbió en sí y a la que le prestó un máximo de medios técnicos.

 

Este punto de vista se refleja en el análisis y crítica de la cultura. El subtítulo del capítulo dedicado a la industria de la

cultura en la Dialéctica de la Ilustración reza "Ilustración como engaño de masas". Es una manera de formular el vuelco

de la Ilustración en mitología y de intentar al mismo tiempo dar expresión a la forma que adopta la ideología en el

capitalismo tardío. La promesa de la Ilustración de hacer autónomos a los hombres, que, como la realidad social no le

siguió el paso, renuncia ahora a sí misma en las figuras de la pseudocultura y la industria cultural bajo las condiciones del

capitalismo tardío. Pseudocultura significa el atrofiamiento de la reflexión, la sustitución de la experiencia por el cliché, la

degradación del lenguaje a un catálogo de eslóganes, la desaparición de la capacidad de juicio autónomo, la victoria del

estereotipo y la fórmula. Éstos son los soportes sobre los que descansa la identificación tranquilizadora y la participación

en la locura general.

 

Pero veamos cómo plantea la Teoría Crítica el proceso que conduce a ese vuelco de la cultura en engaño de masas.

 

 

II. LA CULTURA EN LA SOCIEDAD CAPITALISTA

 

 

Las reflexiones en torno a la relación entre cultura y sociedad llevada a cabo especialmente por Th. W. Adorno apuntan

a su carácter contradictorio. Si tomamos el punto de vista de la génesis de dicha contradicción es necesario resaltar la

radical división entre trabajo corporal y trabajo intelectual, esto es, la constitución antagonista de la sociedad que afecta a

toda manifestación cultural, convirtiéndola al mismo tiempo, como decía W. Benjamin, en expresión de la barbarie. Se

trata del estigma que acompaña desde siempre a toda cultura. La mayor parte de los productos culturales debe su

existencia al trabajo intelectual, que es separado frecuentemente del proceso de ganarse la vida y difundido como más

valioso o, incluso, más difícil. El trabajo en cuanto trabajo asalariado debe estar disponible a discreción de la economía y

la pretensión de autonomía y autorrealización de los sujetos debe ser desplazada a una "esfera intelectual" separada.

Autorrealización y autoconocimiento han de realizarse en el ámbito de lo cultural sin interferir negativamente en otros

ámbitos. Pero precisamente esta separación somete a la cultura a las leyes de la sociedad antagonista y a su dialéctica.

 

Sin embargo, a través de este distanciamiento respecto al proceso de reproducción económica en su inmediatez, es decir,

en cuanto resultado del despliegue de las fuerzas técnicas de producción, la cultura vive de la idea de una configuración

humana de la vida más allá de las coacciones económicas. Se podría hablar de un potencial utópico y crítico inherente a

la cultura, que, sin embargo, no puede ser realizado cuando ésta niega su imbricación con las estructuras de dominación

social, es decir, cuando hipostatiza su separación como cualidad esencial del espíritu y no se reconoce como hecho

social, sirviendo entonces de sublimación, compensación, legitimación o simplemente evasión de dichas estructuras. «El

doble carácter de la cultura, cuyo balance como quien dice sólo se consiguió de manera esporádica, surge del

antagonismo social irreconciliado, que la cultura pretende curar y que en cuanto mera cultura no puede curar»(4). Por ello

la dimensión crítica de la cultura sólo se puede desplegar cuando incluye la autocrítica, la reflexión sobre sus propias

condiciones sociales de existencia y sobre las razones de su fracaso al intentar humanizarlas. En este caso se puede

hablar de una autonomía relativa de la cultura. Sólo los productos culturales que combinan en sí la pretensión de

autonomía y la autorreflexión, es decir, la reflexión sobre las condiciones sociales de su separación y sobre el carácter

ideológico de la afirmación de la autonomía como ya realizada, cumplen una función emancipadora y defienden la

autonomía como todavía pendiente de realización.

 

En la época liberal-burguesa la autonomía del arte y la cultura es inseparable del proceso de su progresiva conversión en

mercancía, que si bien posibilita la libertad frente a la institución eclesiástica o al mecenazgo aristocrático, sin embargo,

crea la dependencia respecto al mercado, sus preferencias y exigencias. A pesar de esto, la identificación de cultura y

autonomía, cuya expresión más genuina es la obra de arte autónoma, permite dar cobijo en aquélla a un impulso

emancipador y a una promesa de felicidad que trascienden la realidad social. El contenido de verdad del arte autónomo

vive de la fuerza crítico-negativa que confronta a esa realidad con sus contradicciones y también con su propia

posibilidad de ser diferente. Pero en el capitalismo tardío, con el establecimiento de la industria cultural se transforma el

contenido de la cultura. Y esto significa la pérdida del grado de autonomía (relativa) de que gozaba la cultura en la época

liberal-burguesa.

 

Si durante la etapa liberal-burguesa el individuo o tenía la oportunidad de diferenciar sus deseos y expectativas con las

demandas de la sociedad --y no otra era la temática de la novela educativa burguesa-- o quedar en gran medida excluido

de los logros industriales y culturales de la sociedad como proletario, ahora es poseído completamente. Por todos lados

acechan las instancias y al individuo no se le concede ni la cultura burguesa ni la experiencia de estar excluido de ella.

Asistencia y control, diversión y entontecimiento, se funden en una ideología poderosa, que no sólo tiene su base en la

realidad social, sino que coincide tendencialmente con ella. Los ritmos musicales y los anuncios que martillean

permanentemente a los individuos desde la radio les arrancan literalmente de la cabeza el pensamiento crítico. Y las

imágenes que la televisión emite igualmente sin pausa tejen el velo encubridor más tupido. El conformismo es entrenado y

exigido. «Existir en el capitalismo tardío es un permanente rito de iniciación. Cada uno tiene que mostrar que se identifica

sin reservas con el poder que le golpea.»(5)

 

En la difusión de la industria cultural (cine, radio, prensa, música, televisión, etc.), en la que el principio de intercambio de

la sociedad productora de mercancías se adueña por completo del ámbito de la cultura, Horkheimer y Adorno perciben

la caricatura grotesca del programa ilustrado de una cultura universal para la humanidad. La relativa distancia frente a ese

principio, presente todavía en las obras de arte autónomo burgués que en su inutilidad denuncian el reino de la

fungibilidad absoluta, es tendencialmente eliminada por la industria de la cultura: sus productos no son también

mercancías, sino que lo son absolutamente. La producción cultural bajo los imperativos del mercado penetra hasta el

núcleo formal de la construcción de sus productos. En esta industria la cultura se convierte en un asunto de los grandes

grupos empresariales y de la administración, que se apoderan de ella para estandarizarla y homogeneizarla de acuerdo,

por un lado, con la finalidad del beneficio económico y, por otro, con el interés en la estabilización de una situación social

hostil a la autonomía de los individuos.

 

Aunque no conviene olvidar que la neutralización del potencial crítico de la cultura, que ha limado su aguijón contra el

statu quo, estaba ya inscrita en la tendencia afirmativa de la propia cultura en su etapa liberal-burguesa a hipostatizarse

como un reino puro y separado de la praxis social abandonada a sí misma, «al perder el concepto de cultura su posible

relación con la praxis, se convierte él mismo en un elemento de la mecánica de funcionamiento; lo retadoramente inútil se

convierte en lo fútil tolerado o incluso en lo perversamente útil, en lubricante, en algo que es en función de otra cosa, en

falsedad, en mercancías de la industria cultural calculadas para los clientes».(6)

 

Pero antes de entrar en el análisis de la industria de la cultura como estetización de la realidad que destruye de modo

tendencial la diferencia entre realidad y apariencia abordaremos uno de sus presupuestos más importantes: la

universalización totalizadora del principio de la mercancía.

 

 

1. Universalización del principio de la mercancía

 

 

Una de las claves fundamentales para comprender la forma que adopta la ideología en la industria de la cultura está

tomada de la crítica al fetichismo de la mercancía de K. Marx, que sin embargo experimenta una transformación

importante. El sistema económico capitalista se presenta a sí mismo como la forma más racional de organizar la

satisfacción de las necesidades de los miembros de la sociedad a partir de los recursos disponibles o creables. Para ello

establece entre el intercambio puro de mercancías la mediación del mercado y la asociación del valor cambio al valor de

uso propio de los objetos producidos.

 

Mientras que el comprador adopta el punto de vista de sus necesidades que quiere satisfacer, esto es, el del valor de uso,

para el vendedor, este último no es más que un medio para materializar el valor de cambio que supuestamente se

encuentra en la mercancía, de este modo la producción se orienta a la acumulación del valor de cambio, que sólo puede

realizarse por el acto de compra. Mientras tanto el vendedor ha de poner el acento en la promesa del valor de uso de la

mercancía, capaz de mover al acto comprador, a través de la apariencia sensible de la misma: la estética se convierte en

portadora de una función económica, en instrumento para el objetivo del dinero. El poder de prometer adquiere una

relevancia que propicia su autonomización respecto al valor de uso asociado a las propiedades físicas del producto.

 

El papel de la innovación estética en la regeneración de la demanda la convierte en una instancia casi con poder y efectos

antropológicos capaz de transformar permanentemente el espécimen "ser humano" en su organización sensitiva, es decir,

no sólo en su equipamiento objetual y su forma de vida material, sino también en la estructura de su percepción, sus

necesidades y la satisfacción de las mismas. Esto supone, tendencialmente, una quiebra de la inmediatez sensible y el

sometimiento de las técnicas estéticas y de la economía libidinal a las funciones de reproducción del capital.

 

Frente a la forma tradicional de dominación denunciada por Marx bajo el trabajo asalariado, que convierte la fuerza de

trabajo en mercancía, forma esencialmente social pero oculta por el fetichismo de la mercancía que presenta el valor de

cambio como propiedad de la mercancía misma, el carácter fantasmagórico de la mercancía asociado a su estética revela

otra forma de dominación cuya finalidad última es la apropiación mercantil completa del individuo: la domesticación de

sus anhelos incumplidos, la reorientación de su atención, la redefinición de su cuerpo, de la percepción de sí mismo y la

realidad, la remodelación de su leguaje, la reestructuración de su sensibilidad y su valoración. Pero veamos cómo

perciben W. Benjamin y Th. W. Adorno este fenómeno y lo convierten en clave interpretativa del trágico momento

histórico que les tocó vivir.

 

 

Empatización con la mercancía (W. Benjamin)

 

 

En el Paris del siglo XIX, en cuanto capital de la moda y del consumo, en cuanto lugar de las exposiciones universales y

centro de la modernidad, se condensaba de modo incomparable el mundo de la circulación de mercancías. La ciudad

misma, con sus pasajes y sus grandes almacenes, aparece a los ojos de Benjamin como materialización de las

fantasmagorías emanadas del fetichismo de la mercancía. En los tipos que pueblan los versos de Baudelaire y centran la

atención de Benjamin se condensa la experiencia de lo fugitivo y transitorio, de la total intercambiabilidad, de la novedad

y la moda, de la vertiginosidad de lo urbano, de todo aquello que se considera expresión de lo nuevo, que bajo el

primado de la producción de mercancías sin embargo permanece siempre lo mismo, la eternidad infernal para la que

Kafka mostrara un sensorio tan privilegiado.(7)

 

Para Benjamin el carácter de la mercancía conforma todas las manifestaciones culturales, ya sean éstas de tipo literario,

arquitectónico o estén referidas a la cotidianidad. Dichas manifestaciones poseen, según él, calidad onírica. Con esto

viene a decir que el mundo cultural de los objetos es la expresión del trabajo onírico e idealizador de la colectividad, que

hay que descifrar como si se tratara de un enigma. Benjamin parte, igual que el psicoanálisis, de la existencia de una

'represión ocultadora' como contexto generador de la fantasmagoría(8): represión de la angustia, represión del hecho de

que la producción de mercancías sea el núcleo determinante de la sociedad, represión de la revolución no realizada,

represión del dominio del valor de cambio de las mercancías, represión del antagonismo de las clases, etc.

 

La represión en cuanto tal es inconsciente. Y las fantasmagorías representan la autoimagen de esa sociedad, una imagen

de sí misma que resulta de reprimir precisamente el dato fundamental de que ella es esencialmente una sociedad

productora de mercancías: «La característica que le es propia a la mercancía por su carácter fetichista, es inherente a la

sociedad productora de mercancías misma, no ciertamente tal como ella es en sí, pero sí tal como se representa a sí

misma en cada momento y como cree entenderse a sí misma cuando hace abstracción del hecho de ser una sociedad

productora de mercancías. La imagen que produce de sí misma de esta manera y que gusta rotular con el título de su

cultura se corresponde con el concepto de fantasmagoría.»(9)

 

Este carácter fantasmagórico de toda la cultura constatado por Benjamin hace de ésta una transfiguración engañosa de la

realidad, imagen desiderativa e ideal. El esplendor, la superficie de esa realidad, adquiere poder estupefaciente. Es decir,

no sólo el arte se ha vuelto mercancía, sino que la mercancía a su vez se ha transformado en arte, ha adquirido carácter

fantástico y onírico.

 

Pero no sólo contemplamos las mercancías y sucumbimos a su apariencia fantasmagórica reflejada en nuestra conciencia.

Como muestra la figura del dandi, él mismo se convierte en mercancía que se ofrece a los otros paseantes. De modo que

las fantasmagorías del dandi son las de la mercancía que él mismo es y no puramente los efectos narcotizantes de las que

él contempla. «Empatización con lo anorgánico» llama Benjamin al carácter estupefaciente de la relación del dandi con la

masa.(10) La empatización del dandi con el alma de la mercancía, tal como se refleja en los versos y también en la

persona de Baudelaire(11), muestra la expresión fantasmagórica de la misma realidad cuyo lado amargo ha de sufrir el

proletariado en propia carne: que el hombre, en cuanto fuerza de trabajo, se ha convertido en mercancía.

 

La empatización supone una reducción casi total de la distancia frente al objeto del conocimiento o del deseo.(12) En el

caso de la empatización con la mercancía nos encontramos con un acto de carácter eminentemente estético: la

contemplación sensitiva de la misma. Hoy vemos con más claridad, tal como ha señalado P. Bruckner, que lo decisivo

del contacto con las mercancías en el capitalismo consumista no es tanto el acto de apropiación, cuanto dejarse

embriagar por los bienes que no se adquirirán.(13) Quizás por esta razón, Benjamin se fija en el dandi, figura literaria en

Baudelaire y personaje social que vive ociosamente de las rentas. Precisamente él, que no se ve forzado al intercambio

de mercancías por la necesidad, nos permite descubrir otras razones para la empatización con ellas, que posiblemente

sean más reveladoras de las transformaciones que conlleva el capitalismo.

 

Lo que Benjamin quiere percibir y presentar es el proceso por el que, a través de la empatización recíproca entre el

objeto y el cliente/dandi, ambos se convierten en mercancías. Esto significa que no sólo el trabajador es convertido en

mercancía cuando se ve obligado a vender su fuerza de trabajo, sino que también el consumidor se ve envuelto en ese

proceso que transmuta a todos y todo en mercancía. Y si esto es así, nos encontramos ante un fenómeno de dimensiones

universales.

 

Pero Benjamin parece indicar, además, que las cosas mismas, es decir, incluso su sustrato material y no meramente la

forma social como son producidas e intercambiadas en el capitalismo, se convierten en mercancías. Y esto también

supone un paso más allá del planteamiento tradicional marxista.

 

El fetichismo de la mercancía proviene según Marx de la reificación de su valor de cambio como si se tratara de una

propiedad objetiva de la cosa y no la forma social bajo la que es producida y apropiada. Marx habla de una apariencia

socialmente necesaria, de una niebla ideológica que envuelve a las cosas y que puede ser disuelta cambiando el sistema

de producción e intercambio que la genera. La crítica de la ideología cumple su función desenmascarando el mecanismo

social que produce dicha niebla y propiciando la toma de conciencia que acompaña a la praxis del proletariado

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