SEMBLANZAS DE JESÚS.doc

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SEMBLANZAS DE JESÚS

 

              El primer encanto de las personas grandes es la sencillez. Esa difícil cualidad por la que no les da reparos alternar con todos, vivir en un rango y nivel muy inferior a su categoría. Hechas a todo, en todo se hallan como en su elemento. Todo lo encuentran bien. Cualidad tanto más de apreciar cuanto más alto sea el rango social que por nacimiento les corresponde. “Lleva la gloria como si tal cosa”, dijo del Duque de Wellington la señora Stael, la primera vez que lo vio. Jesucristo, que llevaba sobre sí todo el peso de la Divinidad, la llevaba como si tal cosa. Sus discípulos le hablaban sin el menor encogimiento. Accedía sin protocolos a las invitaciones, y cualquiera que lo deseara, bastábale manifestar su deseo y podía tenerlo de huésped en su casa. A veces el mismo Jesús se adelantaba a un deseo no formulado. Las madres les presentaban sin etiquetas a sus hijos para que se los bendijera. Nos lo dice San Pablo: “Llevando sobre sí la naturaleza de Dios, aunque no podía juzgar usurpación el ser igual a Dios, se anonadó a Sí mismo y tomó la forma de siervo hecho en todo semejante a los hombres y reducido a su condición. Semejante a los hombres en todo menos en el pecado Jesús vivió en este mundo y no hizo ascos ni de nuestros modales, ni de nuestro estilo, ni de nuestra conversación. No se retiró al desierto donde se viera libre de nuestras impertinencias, sino que vivió con el pueblo, y entre el pueblo. Las turbas lo aclaman, los enfermos se le acercan, las mujeres del pueblo lo bendicen, los niños lo rodean. No le molesta que la multitud se le agolpe y le interrumpa el paso. Jamás salió de sus labios una expresión que reflejara en Él molestia, impaciencia o enojo. Llevaba su gloria como si tal cosa. Es la sencillez de las almas grandes por nacimiento. Jesucristo, aún en cuanto Dios, no se sintió ofendido de ser trato como hombre y no como Dios; apareció entre los hombres “llenos de gracia y de verdad”, es decir, de humildad, y no exigió un rango y tratamiento que correspondiera a la dignidad divina de su persona, sino a la humilde condición de su naturaleza humana. Y sobrellevó desvíos, desatenciones, injurias y persecuciones, sin acudir a su dignidad, sin alzar la voz, y fue llevado al matadero como cordero que no se queja. Y el que tenía en su mano la Omnipotencia de Dios, no se sirvió de ella para su gusto y defensa. Así era Jesucristo: manso y humilde de corazón. Para predicar la divina palabra, le servirá de cátedra lo mismo el atrio del templo que el estrado de la sinagoga, el tablón de la barca de Pedro que la cima de una montaña o la orilla del mar. Unas veces lo hará paseando por los atrios del templo, otras de pie, otras sentado sobre la blanda hierba. Acorta distancia, renuncia a tratamientos, no se desdeña de nada ni de nadie. Todo lo halla bien. Cuando fatigado del camino se sienta sobre el brocal del pozo, sus discípulos le ofrecen de comer de lo que han ido a comprar a la villa. Y a  Marta, que se afana por servirle y agasajarle y lamenta la pasividad y actitud de su hermana María, el Maestro le da la razón a María y le dice a Marta que con cualquier cosa está bien y basta. Es Dios, pero no se presenta como un gran sultán servido por sátrapas, ni está atento a que sus siervos observen con escrupulosidad los más mínimos detalles de una etiqueta complicada, ordenancista y ridícula. Consciente de su dignidad de Mesías o Enviado, y de que venía a hacernos la gran revelación de la Trinidad, a fuer de sincero, no la niega, antes la afirma y se proclama Maestro, Rey y Mesías e Hijo de Dios, pero no pide para sí otro obsequio que la fe y adhesión de su Doctrina, que es la Doctrina del Padre. Cuanto a la honra exterior, nada exige de sus discípulos y es Él quien les prodiga a ellos atenciones hasta el detalle de ponerse a lavarles los pies en la Última Cena. Y ¿quién sabe si era esta la primera vez que lo hacía? Y ante el asombro de los suyos les dirá llana y desconcertadamente: “No he venido a ser servido, sino a servir”. Él puede decir ya a sus discípulos “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Y aunque conoce el boato  de los palacios, su personal afición, como la de los grandes espíritus y temperamentos de elevación espiritual está en el campo. Jesús ha tomado su lenguaje del campo. Casi nunca emplea palabras doctas, conceptos abstractos, términos incoloros y generales. Sus discursos estarán engalanados con los colores del campo, saturados de los olores de los huertos y campiñas, animados por las figuras de los animales familiares. Nada embellece tanto a un corazón como el amor. Por eso Jesús era Amor. Amor auténtico, es tanto más puro cuanto que en Él no caben las aleaciones del interés, del egoísmo, de la concupiscencia que tantas veces sofocan y adulteran lo que llamamos amor los hombres. Amor el de Jesús pero sin la limitación humana, por eso su amor no tuvo límites, mejor dicho, los superó todos, superó el límite de la amistad porque amó hasta a los enemigos; superó el límite de la sangre y parentesco porque nos enseñó  a amar aún a los más distantes de nosotros; superó el límite de la patria porque nos hizo a todos consanguíneos suyos y hermanos; superó el límite de la patria porque amó hasta a los enemigos; superó el límite de la vida porque nos amó hasta darla por nosotros, y superó el límite del tempo, sólo por Él superable, porque nos sigue amando sin cansarse. Sensible a la amistad, se dignó aceptar el consuelo de sus predilectos discípulos, a los que hizo testigos de su agonía. Y sensible a la amistad dice el Evangelio que se arrancó de ellos. Expresión  que nos revela hasta dónde llegaba la desolación de su corazón divino, acometido como el nuestro a las más hondas emociones de la amistad. Y lo que dijo de palabra lo cumplió de obra. Por eso su paso por la tierra no fue más que un reguero de amor. Las credenciales de su misión, los milagros, no las dejó en obras de misericordia. Hondamente sensible a las dolencias humanas, ninguna hubo que Él no remediara. En un campo ilimitado como el de la miseria humana, la misericordia, divina tenía bien donde explayarse. Atento a todas las llamadas, llegará a todos los ayes humanos. Él lanzó aquel reto de amor y de compasión: “Venid a Mí todos los que estáis agobiados con trabajos y penas que yo os aliviaré”. Lo dijo porque podía y porque quería. Era exigencia de su amor. Y alivió todo dolor en el cuerpo y toda tristeza en el alma. Y dio vista a los ciegos y oídos a los sordos y vida a los muertos. No hubo penalidad a la que no se abajara. Por cálculos sobre el Evangelio se llegan a contar cerca de trescientos milagros, unos individuales, otros colectivos. El Evangelio tiene frases como ésta: “Y venían los enfermos y se acercaban a Jesús. Y Jesús los curaba”. Compasivo, lo fue especialmente con los más desgraciados, los pobres leprosos. Todos huían de ellos. La misma ley les mandaba que de camino dieran una señal que previniera a los transeúntes de su contacto y encuentro. Jesús los acogía con bondad, les dirigía la palabra sin repugnancia, y los curaba sin ascos ni aspavientos. Más de una vez se le acercaron confiados y le dijeron: “Señor, si quieres puedes dejarnos limpios, y Jesús, más de una vez les respondió, acogedor y cariñoso: Quiero, quedad limpios. Para todos los que sufrían, tenía Él un gesto de compasión que aliviaba sus penas o una palabra de consuelo que secaba sus lágrimas o un acto de poder milagroso que daba la salud. Junto a Jesús revolotea un enjambre de chiquillos, como abejas sobre la flor, que se acercan a Él, ingenuos, juguetones, y a veces, también pesados y molestos. Con el certero instinto con que los niños saben descubrir el amor donde lo hay, saben que Jesús les ama y gusta de tenerles a su lado. Y a los apóstoles, que tratan de alejarlos les reconvendrá:Dejad que los niños vengan a Mí y no se lo impidáis”. ¡Qué bello es el Corazón de Jesús, ese mismo Jesús que sabe añadir a ese amor a los niños el respeto de su inocencia, que él defenderá con amenazas terribles: “Quien escandalizare a uno de estos pequeñuelos más le valiera que atada una piedra de molino al cuello, lo arrojaran en alta mar”. Es que el verdadero amor no soborna, ni hace contemporizar con el pecado, pues la santidad es la garantía más firme de la belleza espiritual. Puso su poder al servicio de su bondad y su sabiduría al servicio de su delicadeza. Zaqueo ansiaba conocerlo de vista. Bajo de estatura, se sube a un árbol del camino por el que Jesús va a pasar. Jesús dirige arriba su mirad y amabilísimo le dice: Baja, Zaqueo, que hoy viene la bendición a tu casa”.  Se queda a comer con él, Zaqueo pudo, bien a su gusto, gozar de su presencia. Así era Jesucristo. Jesús no cobra su dignidad y lo mismo se ofrece a ir a casa del centurión que a la casa de Jairo, y resucitar a si hija de doce años que acababa de expirar, que a la casa de Simón el leproso, que la de Pedro. Los que querían tenerlo por invitado no tenían más que manifestarle el deseo pues el Maestro era todo amabilidad  y condescendencia. Las delicadezas con los pecadores han podido escandalizar a corazones duros, incapacitados para comprender el amor de Jesús. El trato con los pecadores reviste en Jesús delicadezas de patente exclusiva suya. Un día, abriéndose paso entre la multitud le presentan a una mujer sorprendida en adulterio.

              -Maestro- le dicen - Moisés nos manda que a las tales las apedreemos, ¿tú qué dices?

              Y añade el evangelista que esta pregunta se la hicieron para tener de qué acusarle. ¿Se atrevería a ir contra Moisés? Y si la condenaba, ¿dónde estaba su misericordia con los pecadores? Jesús no respondió palabra. Se inclinó hacia el suelo y se puso a escribir en la tierra. Era darles tiempo para abandonar una acusación que podía acabar en bochornosa. Como ellos, impacientes y atrevidos, persistieron en la demanda, Jesús, incorporándose, les dijo:

              -Quien de vosotros  esté ...

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