El paraíso ibizenco y Rafael Azcona (Juan A. Ríos Carratalá, 2008).pdf

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el pArAÍso ibiCenCo Y rAfAel AzConA
Juan A. RÍOS CARRATALÁ
Universidad de Alicante
resumen
Rafael Azcona, poco antes de fallecer, rescribió sus novelas publicadas entre mediados
de los años cincuenta y principios de los sesenta. Esta circunstancia nos ha facilitado
la oportunidad de valorar más ajustadamente la aportación de un autor eclipsado por
su faceta como guionista cinematográfico.
Los europeos,
tal vez su obra más ambiciosa
desde un punto de vista literario, nos remite a un tiempo donde el contacto con el
incipiente turismo contrastaba con un franquismo que iba más allá de lo político y lo
ideológico.
palabras clave:
Rafael Azcona, novela,
Los europeos,
franquismo.
AbstrACt
Rafael Azcona rewrote, before expiring, his novels published in the fifties and sixties.
Los
europeos,
probably his more ambitious work from the literary point of view, reflects a time
in which the contact with the newly found tourism was contrasting with the political and
ideological reality of the Franco’s regime.
Key words:
Rafael Azona, novel,
Los europeos,
Franco’s regime.
¡Sesenta días de cachondeo! ¡Mi padre a miles
de kilómetros, nosotros con dinero, y a nuestro
alrededor una cohorte de mujeres sumiéndonos
en el deliquio amoroso! La isla está llena hasta
los topes de extranjeras enloquecidas por el
fuego del sol y de los hombres de España,
Miguel… ¡Dos meses en el paraíso, en un paraíso
que se llama Ibiza! (Azcona, 1960:18)
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Rafael Azcona (Logroño, 1926-Madrid, 2008) dominaba el arte de la anéc-
dota. Como tertuliano, sabía utilizar este recurso cuando era pertinente y en
sus respuestas a los periodistas lo empleaba para alumbrar cuestiones que, de
otra manera, habrían necesitado de prolijas explicaciones. Su bagaje de anéc-
dotas propias y ajenas era excepcional. Rafael Azcona lo acumuló gracias a la
riqueza de sus lecturas y las muchas horas de tertulia, dos de las fuentes que
le abastecían como creador de tantos personajes. Sus contertulios percibían
que disfrutaba contándolas, con el afán de compartirlas y la sonrisa de quien
parece descubrir de nuevo algo curioso, paradójico y capaz de suscitar una
reflexión nunca incompatible con el humor. La realidad le sorprendía todos
los días, después de alegrarse cada mañana por seguir vivo y dispuesto a con-
tar nuevos sucedidos. El final de cada anécdota relatada por Rafael Azcona
era una chispa que mantenía la sonrisa y anunciaba nuevas paradojas de una
vida absurda a menudo, pero que el autor riojano nunca se cansó de observar
y descubrir.
Desde que nos conocimos en el año 2000 hasta su fallecimiento, tuve la
oportunidad de conversar con Rafael Azcona en varias ocasiones. Fue un pri-
vilegio, también considerado como tal por muchos de quienes disfrutaron de
su amistad. Creo, asimismo, haber leído casi todas las entrevistas que concedió
cuando, durante sus últimos años, optó por la visibilidad. Algunas de sus anéc-
dotas más conocidas las he incorporado a mi bagaje personal porque revelan
una filosofía a ras de suelo, estrictamente vital, que comparto y hasta intento
transmitir. Mi ensayo titulado
La sonrisa del inútil
(2008) es una consecuencia
de, entre otras, esa influencia del amigo donde nunca había teoría ni disquisi-
ciones. Rafael Azcona era incompatible con lo abstracto, lo solemne y lo abu-
rrido. Argumentaba con anécdotas o casos tan verídicos como sorprendentes,
que conocía, anotaba y perfilaba con pocos rasgos bien seleccionados y una
lucidez propia de sus años de atento observador de la realidad. Sus ideas no
sólo resultaban corpóreas y hasta palpables con sus tres dimensiones. Como
buen guionista, también las hacía ver a sus contertulios entre sonrisas compar-
tidas. El resultado era una prueba de la confianza que transmitía a quienes lo
animaban a charlar.
Con motivo de un encuentro en Murcia durante la primavera de 2006
y después de leer su nueva versión de
Los europeos
(2006), le pregunté por
sus experiencias en la Ibiza de finales de los años cincuenta y principios de
los sesenta. Ya sabía de sus largas y reiteradas estancias, hasta 1964, en una
isla todavía ajena a la actual explotación turística, donde compartió un tiem-
po de amistad con Ignacio Aldecoa, su esposa Josefina, Fernando–Guillermo
de Castro y otros peninsulares que acudían al paraje mediterráneo como una
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escapatoria de la España más gris
1
. Había leído que allí se sentía «tan aislado
como libre», pues era «un sitio muy habitable» y barato donde «las extran-
jeras te sonreían cuando les sonreías y te hablaban cuando les hablabas sin
pensar que eso era pecado mortal» (Harguindey, 1998:73). Aquella sonriente
reacción se le quedaría grabada, pues la rememoró en numerosas ocasiones. A
raíz de mis preguntas, Rafael Azcona recordó de nuevo la dificultad para sen-
tarse ante una máquina de escribir cuando estaba en Ibiza. La vida alrededor
era demasiado sugerente. Terminó empeñando su instrumento de trabajo para
conseguir un dinero que le permitiera seguir en la isla. También me habló de
la feliz incomunicación con el resto del mundo, la facilidad para conocer per-
sonas procedentes de diferentes lugares que acudían al reclamo de un espacio
más libre, lo barato de las noches dedicadas a la bebida mientras ligaba con
éxito disimulado por su natural modestia… Rafael Azcona hablaba a base de
anécdotas divertidas, pero en definitiva coincidía con lo afirmado al respecto
por su amiga Josefina R. de Aldecoa:
La isla era el resumen de todo lo que se nos negaba en el Madrid de aquella época.
Un clima moral relajado. Un ambiente social cosmopolita de verdad. Extranjeros
que vivían un exilio voluntario en las calas azules de la isla, ajena todavía a la agre-
sión turística multitudinaria.
Ibiza era la alegría física de vivir. Días de mar y sol, de barcos de amigos para nave-
gaciones cortas a calas bellísimas. Noches de copas y navegaciones largas por las ma-
reas exaltadas de la imaginación, con personajes irrepetibles y amigos inolvidables.
Todos nos sentíamos
declassés
y
far out.
Y libres. Nunca como en la isla he sentido el
significado de la libertad personal, lejos de la tristeza y la mediocridad del Madrid
deprimente de la posguerra. éramos alegres porque éramos jóvenes y habíamos des-
cubierto el atractivo esplendoroso de una isla que destacaba radiante en medio del
mar Mediterráneo (Castro, 2003:10).
Rafael Azcona contaba aquella experiencia de juventud con menos carga líri-
ca. Le gustaba resumirla con la síntesis propia de las buenas anécdotas. Gracias a
las mismas, reímos a lo largo de aquella tarde pasada en una cafetería de Murcia
y le pregunté si, transcurridos casi cincuenta años desde entonces, consideraba la
1. Fernando-Guillermo de Castro acompañó a Rafael Azcona en su viaje a Ibiza durante el verano de
1957 (2003: 30-45) y, por los datos que aporta, es fácil deducir que esa experiencia y la de otros ve-
raneos posteriores fue decisiva para la creación de
Los europeos:
«Aquel verano [1957] nos instalamos
en la pensión Catalina, que yo conocía. Sería al siguiente año cuando convinimos alquilar a medias
un apartamento en el centro del pueblo. Rafael y yo, en San Antonio, vivimos juntos, compartiendo
un mismo piso, tres veranos seguidos, por lo menos, si bien cada año mudamos de casa» (p. 30). No
obstante, el amigo del novelista no reconoce abiertamente esa relación entre la realidad y la ficción
y, sobre todo, no se siente identificado con un personaje como pudiera ser Antonio. La relación de
amistad terminó mal y, después de leer
La isla perdida,
comprendemos que las diferencias entre su
autor y Rafael Azcona eran paralelas a las que contraponen a Miguel y Antonio, los protagonistas de
la citada novela.
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isla del Mediterráneo, tan distinta ahora, como una especie de paraíso perdido.
Rafael Azcona me contestó que todos los paraísos andan perdidos, salvo que man-
tengamos la ingenuidad del iluso o el cinismo del falsario. Añadió que, en aquella
Ibiza todavía virgen, había un amplio espacio para la tragicomedia que tanto nos
gustaba, para esa contradictoria mezcla de la que se alimenta su creación literaria
y cinematográfica porque es coherente con la realidad de la que parte.
Los europeos
(1960) es un ejemplo novelístico de la distancia que media
entre la realidad y lo paradisíaco
2
. Sus dos protagonistas, Antonio y Miguel,
parten de un Madrid tórrido, vulgar y hasta agobiante en busca de la libertad,
que asocian a la facilidad para conquistar extranjeras supuestamente ávidas de
sexo. Ambos amigos son jóvenes y solteros, disponen de dinero fresco y tiempo
para disfrutar del verano de 1958. El Madrid en el que viven, en condiciones
contrapuestas por su diferente adscripción social, les permite pensar que cual-
quier alternativa puede resultar paradisíaca. Ibiza se convierte así en una tierra
prometida, donde las vagas promesas de felicidad se concretan en mujeres,
alcohol y sol para un tiempo sin compromisos, ceremonias ni obligaciones. El
problema es que, a ese paraíso, Antonio y Miguel no llegan limpios de contra-
dicciones o limitaciones.
El viaje desde el puerto de Valencia hasta Ibiza, con episodios entre el tre-
mendismo y la picaresca, dista mucho de ser purificador. Ni siquiera supone
una aventura con desenlace feliz. La clave del frustrante resultado reside en que
esta pareja, tan aparentemente contrapuesta, arrostra una mediocridad como
individuos de un Madrid mesetario que nunca queda atrás. Como recordara
el quevedesco Pablos en el final de
el Buscón
(1626), cuando decide pasarse a
Indias «a ver si, mudando mundo y tierra, mejoraría mi suerte», el empeño es
imposible, «pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no
de vida y costumbres». Antonio y Miguel mudan de lugar, vida y costumbres,
pero mantienen una mentalidad de la que resulta difícil desprenderse. La misma
no es fruto del destino, como en los deterministas relatos de la picaresca, sino
de un contexto histórico fácil de adivinar. La mediterránea luz de Ibiza queda así
oscurecida por un tiempo de represión, machismo y mediocridad que arrostran
los protagonistas. Rafael Azcona disfrutó, y mucho, en aquella isla junto con sus
amigos. Lo recordaba con una sonrisa, pero nunca dejó de ser consciente de las
contradicciones de una realidad donde no cabían los espejismos del ideal, ni
siquiera el paradisíaco.
Los europeos
prueba esa temprana lucidez.
2. Incluyo un análisis de la versión original de la novela en mi Introducción a la obra literaria de Rafael
Azcona (2005: 81-94), por lo que en esta ocasión me limitaré a las cuestiones que en dicho trabajo,
anterior a la definitiva versión de
Los europeos,
no pude abordar.
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Antonio es un tarambana de veintisiete años que vive de la fortuna de su
padre mientras ejerce como eterno aspirante a estudiante de Arquitectura. Su
única preocupación, obsesiva hasta la comicidad, es acostarse con las míticas
extranjeras de Ibiza, aunque por el camino está dispuesto a hacerlo con cual-
quier otra hembra. En la versión original de la novela, este objetivo es evidente
a pesar de la autocensura que condicionó a Rafael Azcona. El personaje, en el
improbable caso de que hubiera existido una adaptación cinematográfica, podría
haber sido interpretado por alguno de los actores españoles que ponían los ojos
en blanco a la vista de un bikini, daban rienda suelta a su agobiante labia y se
mostraban como unos patéticos obsesos para regocijo de los espectadores. Estos
rasgos, como todos los fundamentales de la novela, se mantienen en la versión
publicada en 2006. Sólo aumenta el grado de explicitud de una actitud ya sin
eufemismos, reveladora del machismo galopante de tanto reprimido que acudía
al reclamo de una isla donde las mujeres, por extranjeras, debían ser «fáciles».
Antonio es impulsivo, inquieto y no admite razones que puedan distraerle
de su único objetivo: «El Mare Nostrum. Y en sus aguas, Europa en bikini, Mi-
guelito» (2005:23). También aparece ante el lector como un sujeto poco agra-
ciado en lo referente al aspecto físico, fracasado en sus asechanzas sexuales sin
que merme su entusiasmo y alejado del canon de la virilidad a la moda en la
época del incipiente turismo. Su única esperanza de ligar radica en la insistencia
hasta el agotamiento. Sin embargo, Antonio nunca teme aparecer como patético
y, convencido de la misión para la que ha nacido, decide consagrarse a la misma
durante el verano de 1958 en compañía de su amigo: «Lo quieras o no, con biki-
nis o sin ellos, hoy empieza tu redención. Porque tú, como todos los españoles,
eres un cachondo irredento» (2006:81).
Miguel ya ha cumplido los treinta años, vive en una pensión madrileña cuyo
ambiente nos recuerda el recreado en
el pisito
(1957) y trabaja como delineante a
las órdenes del padre de Antonio. Desde el principio de la novela, aparece como
un personaje contrapuesto a su amigo. Ambos comparten juventud y ganas de
divertirse, pero Miguel es un sujeto al que hemos conocido en pijama mientras
tiende sus calcetines recién lavados a mano y soporta las lamentaciones de su
casera. Este tipo de circunstancias, aparentemente anecdóticas y de clara influen-
cia cinematográfica, marcan a los personajes en las creaciones de Rafael Azcona.
A partir de las mismas y con una hábil dosificación por parte del narrador, el
delineante se muestra más reservado y sosegado que su ocioso amigo, incluso
reitera que su intención es descansar durante el veraneo. El autoengaño todavía
funciona porque no ha sido puesto a prueba.
El viaje a Ibiza en un viejo barco se transforma en una especie de
via crucis,
como si fuera el preámbulo de lo que vendrá después. Miguel tiene problemas
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